domingo, 11 de noviembre de 2012

JULIO BERGROSEN (TEATRO-ESCENA I)


JULIO BERGROSEN

Acto Único

Escena I

     Estamos en el interior de una casa, con su sofá en el centro de la escena, de frente al público, una mesita delante. La puerta de entrada a mano izquierda, a modo de mutis. Un podio a mano derecha al fondo sobre el cual está la pequeña cocina. Un mostrador a modo de barra de bar delante, con un teléfono negro a un lado, y con tres sillas delante. Una amplia ventana con sus cortinas translúcidas al fondo en el centro. Una mesa pequeña y redonda a la derecha en primer plano. Un par de tiestos al fondo, colocados ad líbitum. Una puerta colocada a la izquierda, más cercana al público que la anterior, a modo de entrada a otro cuarto. Igualmente en el lado diestro de la escena. Se oye, al poco de alzarse el telón, el correr de un cerrojo. La puerta principal de abre y por ella entra una pareja. Visten a la moda de los “felices veinte”, quizá porque la acción de sitúa a mediados de 1929. Ella, un vestido corto negro de lentejuelas y un penacho de plumas alrededor del cuello. Entra alegre, cantando y bailando, tomando el penacho con ambas manos y extendiéndolo por detrás de su cuello; sobre su cabeza, y a manera de tocado, una cinta negra, sobre la cual se yergue una pluma sobre su pelo a lo garzón; calza zapatos de tacón. Él, más sosegado, viste esmoquin de chaleco blanco, con corbata blanca y camisa negra. Lleva un sombrero, algo ladeado, color crema con una cinta negra. Calza mocasines.
     Tras ellos, aparecen otras dos parejas, de mismo estilo. En la primera, ella viste igualmente un traje de fiesta de la época, color crema, con los bajos por encima de las rodillas y convertidos en flecos, mientras que él es igualmente de esmoquin, totalmente negro, excepto la corbata, blanca. Lleva un sombrero igualmente negro, con cinta blanca. La otra pareja es de semejantes gustos: ella, un vestido de tonos dulces y apagados (entre rosa y salmón), y entra fumando un cigarro en uno de esos finos y largos palillos de la época. Él viste un esmoquin grisáceo a rayas.
     Los nombres de cada personaje son: Juan y Elena; Julio y Ethel; y Eduardo y Luisa, respectivamente.

ELENA.- (Totalmente radiante, parándose en mitad de la escena, y recogiendo sobre sí el penacho. A Juan). Si es lo que yo digo siempre. No hay nada como el cabaret para olvidarte del mundo…

JUAN.- (A ellos, yendo a la cocina). ¿Queréis tomar algo?

ETHEL.- (Yendo junto a ella, acompañada por Luisa). Tienes toda la razón del mundo.

JULIO.- (Yendo los tres a la barra. Juan queda tras ella, preparando unos cócteles). No, gracias.

JUAN.- ¿Eduardo?

ELENA.- (A ellas). Podemos continuar la fiesta en casa.

EDUARDO.- No, gracias.

JUAN, ETHEL, LUISA.- ¿De veras? (Elena vase por la salida derecha, saliendo al poco con una vieja gramola y poniéndola en la mesa).

JUAN.- (A Eduardo, mientras Elena ha ido a por la gramola). Venga, no me hagas este feo… ¿Una margarita?

EDUARDO.- (A regañadientes). De acuerdo… ¡Pero no te pases con el alcohol!

JUAN.- (Con sonrisa maliciosa). Tranquilo… (A ellas, cuando Elena ha vuelto con la gramola). ¿Chicas?

ELENA.- ¿Qué?

JUAN.- ¿Queréis tomar algo?

ELENA.- (A ellas). ¿Queréis tomar algo?

ETHEL.- No, pero muchas gracias.

ELENA.- ¿Luisa?

LUISA.- No, creo que en la fiesta ya bebí todo lo que quise.

ELENA.- (A Juan). No, no queremos nada. (Vuelve a irse por la salida derecha, volviendo al poco con un disco de vinilo, envuelto en su correspondiente cartón. Ellos hablan entre si). Fijaos el disco que me compre la semana pasada.

ETHEL.- (Mirando la carátula del disco, anonadada, al igual que Luisa). ¡El último de Maurice!

LUISA.- ¡Ponlo! ¡Ponlo! (Al oír a Luisa, Juan las mira asustado).

JUAN.- Elena, ¿no irás a poner el disco de…?

ELENA.- Sí.

JUAN.- ¡No! ¡Ni se te ocurra!

EDUARDO.- (A Juan). ¿Qué pasa?

ELENA.- (A ellas, poniendo el disco en la gramola). ¡Ya veréis!

JUAN.- Es que se pasa todo el día poniendo el mismo disco una y otra vez… ¡Es una condena! (Se oye el disco; es una canción de Maurice Chevalier, cantada por él mismo. Las tres mujeres, juntas, oyen el disco como si de un místico éxtasis se tratase. Juan, entre desesperado y resignado, a ellos). Ya está, chicos. Ya no volverán a ser las mismas.

JULIO.- ¿Por qué?

JUAN.- Ahora, en vez de con nosotros, ellas pensarán en el Chevalier ese.

EDUARDO.- ¿Y qué tiene ese que no tengamos nosotros?

JUAN.- ¿Te hago una lista?

JULIO.- Bueno, bueno. Pero, ¿no dijeron que se había muerto el año pasado?

ELENA.- (A ellos; las tres les miran un poco enojadas). ¡Eh! Todo lo que dicen los periódicos es mentira…
ETHEL.- Patochadas…

LUISA.- Cábalas…

ELENA.- Todo eso lo inventan para vender más y conseguir mayores beneficios. (Vuelven a la audición del disco, embelesadas en el timbre del cantante).

EDUARDO.- (A ellos). Nos acaban de dejar, como quien dice, a la altura del betún.

JULIO.- Pues si alguien lo supiera…

JUAN.- Hablando de saber cosas… ¡Quién nos habría dicho lo de Nueva York!

JULIO.- Es cierto. Cualquiera diría que si lo sabíamos de antemano.

JUAN.- Y gracias al cielo que nos salimos justo unos días antes.

EDUARDO.- Y de ahí nuestra vida cuasi-bohemia.

JULIO.- Tienes razón.

JUAN.- Bien dicho.

EDUARDO.- Y gracias a ello tenemos casas como ésta, bebemos cócteles como éste y vamos a cabarets como el de esta noche.

JUAN.- ¡Eduardo! ¡Me acabas de dar una idea fantástica!

EDUARDO.- ¿Qué he hecho ahora?

JUAN.- Ya que ellas fantasean con Chevalier, nosotros podemos hacer lo mismo.

JULIO.- Juan, no sabía que fueras de esos…

JUAN.- ¡No! Me refiero a que podemos hacer lo mismo, pero con la Baker.

EDUARDO.- ¡Ah, pillín!

JULIO.- ¿Qué? ¿Problemas en el paraíso?

JUAN.- ¡Pues claro! ¿No os acordáis de la semana pasada, en el teatro, la que se armó? Pues eso.

EDUARDO.- Pues tranquilo, porque después de la tormenta viene la calma.

JUAN.- Eso mismo le dijo la mujer de Noé a Noé, la noche en que empezó a diluviar…

JULIO.- No sé, no sé… Es que me han dado un chivatazo de que dentro de poco toda esta vida tan placentera que conocemos se irá por el sumidero.

JUAN, EDUARDO.- ¿De qué hablas?

JULIO.- Ojo, que las chicas no se enteren. Existen pruebas de que dentro de poco haya otra guerra en Europa.

EDUARDO.- Pero, ¿estás seguro?

JULIO.- Tengo un amigo que vive en Alemania y que dice estar muy seguro de ello.

JUAN.- Pues habrá que irse preparando, ¿no?

JULIO.- No, aún no. Es demasiado pronto. Quizá dentro de unos años, porque aún falta mucho tiempo para que empiece. Y os advierto: esto queda entre estas cuatro paredes, ¿de acuerdo?

JUAN.- Sí.

EDUARDO.- Seré una tumba.

JULIO.- Chito entonces.

ETHEL.- (A Elena, quien quita el disco al acabar). Me lo tienes que prestar.

ELENA.- Por supuesto. (Guardando el disco en su cartón y dándoselo a Ethel). Ten. Ya me lo devolverás cuando puedas (o quieras).

LUISA.- No, esa seré yo, porque tras ella, me toca a mí tenerlo unos días.

ELENA.- (Con sarcasmo, alzando la voz para que ellos la oigan). ¡Ojalá los hombres fueran iguales!

JUAN.- ¡Te he oído!

ELENA.- Es lo que pretendía. (Se oyen dar la una de la madrugada en un lejano campanario).

ETHEL.- Pero, ¡qué tarde es ya!

JULIO.- Pues sí, cariño. Tienes razón. Será mejor que nos vayamos, que, como decía mi padre, mañana es día de colegio. (Vanse juntos hasta la puerta principal- salida izquierda fondo).

EDUARDO.- (Junto a Luisa). Nosotros también nos vamos.

JUAN.- ¿No queréis quedaros un ratito más?

EDUARDO.- Lo siento, pero yo mañana tengo que madrugar.

ETHEL.- (A Elena). Gracias por el disco. Ya te lo devolveré cuando pueda.

ELENA.- (Acompañando a las dos parejas hasta la puerta, abriéndola). No te preocupes.

ETHEL.- Bueno, pues hasta mañana.

ELENA, JUAN.- Hasta mañana.

LUISA, EDUARDO, JULIO.- Adiós.

ELENA, JUAN.- Sí. Adiós. (Vanse Luisa, Ethel, Eduardo y Julio. Juan y Elena cierran la puerta y van al centro de la escena. Juan a la barra para limpiarla un poco. Elena guarda la gramola).

JUAN.- Nosotros será mejor que también nos vayamos a dormir, que luego se nos juntará el desayuno con la comida.

ELENA.- (Tomando la gramola y llevándosela fuera de escena- mutis por la salida derecha. Al poco vuelve a entrar). Yo guardo esto y me voy a la cama.

JUAN.- Yo voy a limpiar la barra y también me iré a la cama… (En cuanto queda solo, llaman al teléfono. Lo coge). ¿Diga?... ¡Hombre, hola, qué tal! Sí, muy bien. ¿Y tú?... ¿Qué tal Ana?... ¿Sigue igual, eh?... Ya dije yo que al final… ¿Qué? ¡Ah! Que venís para acá pasado mañana. De acuerdo… Si ya sabéis que siempre hay una cama libre para vosotros… Eso es… De acuerdo… ¿Os voy a recoger o pediréis un taxi? Un taxi. Bien… Pues hasta entonces… Adiós. (Cuelga).

ELENA.- (Quien, al entrar, ha oído la conversación sentada junto a la barra). ¿Quién era?

JUAN.- Mi hermano.

ELENA.- ¿Y que se cuenta?

JUAN.- Que pasado mañana él y su mujer vendrán unos días a quedarse aquí.

ELENA.- ¿Y qué les has dicho?

JUAN.- ¡Elena, que es mi hermano! ¿Qué le voy a decir?

ELENA.- Así que hay que preparar una cama más. (Llaman a la puerta con bastante insistencia. Juan acude a abrir). ¿Quién será a estas horas?

DOCTOR.- (Vestido con batín científico blanco con varias manchas multicolores, pelo albino revuelto y gafas de soldador. Entra en la casa). ¡Estoy a punto! ¡Estoy a punto!

JUAN.- ¡Doctor! ¿Qué hay a tan altas horas?

DOCTOR.- ¡Estoy a punto!

ELENA.- Pero, ¿para qué está a punto, doctor?

DOCTOR.- (Mirándoles loco). Vengan para acá. (Hacen un corrillo. Susurrando). Estoy a punto de hacer el descubrimiento del siglo.

JUAN, ELENA.- ¿El descubrimiento del siglo?

DOCTOR.- ¡Chssst! (Mirando a todas partes). No quiero que nadie se entere… Es muy importante mantenerlo en secreto. Aún están recientes las heridas de la Gran Guerra, y las paredes oyen. Si el presidente se enterase de esto, seguro que no me volveréis a verme más.

JUAN.- ¿Y por qué?

DOCTOR.- Porque el gobierno me cogería para fabricar toda clase de inventos y armas para defenderse.

ELENA.- ¿Defenderse? Pero, ¿contra quién?

DOCTOR.- ¿No lo veis? ¡Contra ellos mismos! (Elena y Juan se miran atónitos, sin lograr entender nada). Olvidarlo. No lo comprenderéis. Por cierto, ¿no tendréis por casualidad hiperhidrato de volframio enriquecido con níquel débil? (Misma mirada entre la pareja). Lo suponía…

JUAN.- Pero, doctor, díganos, ¿en qué está trabajando?

DOCTOR.- Estoy trabajando en un asunto muy delicado.

ELENA.- ¿De qué se trata? ¿Nos lo va a decir o qué? ¡Es que nos tiene en ascuas!

DOCTOR.- Bueno, bueno… Estoy trabajando en una fórmula que sea capaz de transformar cualquier objeto en oro, y creo que he dado con ella. Bueno, he dado con la teoría, pero lo malo es la práctica…

JUAN.- ¿Oro? Pero, ¿eso no era lo de la piedra filosofal?

ELENA.- Doctor, me temo que os habéis confundido de siglo.

DOCTOR.- Así que os pido la mayor de las discreciones. Es un muy alto secreto.

JUAN.- (Con ironía). Pues con lo discreta que es Elena…

ELENA.- ¿Y cómo dio con ello?

DOCTOR.- Pues estaba un día en mi laboratorio haciendo unos experimentos de unión de metales para ver si podría descubrir un nuevo metal, y, sin darme cuenta, derramé un poco de ácido cobrizo de helio sólido en un preparado que tenía con clorato de aluminio y hierro argentado. Cuál fue mi sorpresa al ver que al momento, cuando fui a tirarlo, el recipiente donde lo eché se convirtió al momento en oro. Pero los efectos eran muy esporádicos, por lo que necesito hiperhidrato de volframio enriquecido con níquel débil para que duren más tiempo. E investigando, investigando, he descubierto que los isótopos del aluminio, junto con los electrones del cloro, entran en reacción al unirse con el hierro argentado, porque el hierro, al tratarse con plata, hace variar el átomo de aquél, de forma que el átomo resultante, con el número de protones, electrones, neutrones y fulatrones, es de oro, pero de poca energía y con poca atracción entre el núcleo y los electrones, por lo que necesito el volframio enriquecido para aumentar esa atracción. ¿Me he explicado bien?

JUAN.- Protón. Digo… Sí. (Eso creo).

DOCTOR.- Bien, pues les dejo, que veo que tienen sueño. Yo veré si puedo conseguir un poco de volframio por ahí… Ustedes descansen.

ELENA.- Usted también debería descansar.

DOCTOR.- ¡Oh, hija! ¡La ciencia jamás descansa! (Vase).

ELENA.- (Cuando el Doctor es ido. A Juan). Este hombre acabará descubriendo la rueda.
JUAN.- Pobre hombre. Con lo que ha vivido… ¡Y pensar que hasta hace bien poco era un hombre muy influyente de la sociedad! Pero entre la Gran Guerra, el asesinato de la familia real rusa y ahora lo de Nueva York… No sé, querida, pero creo que Schumann y Wolf, juntos, comparados con éste, están más cuerdos que nosotros.

ELENA.- Bueno, no te metas con él. Pobre hombre… ¡Bueno…! ¿Qué? ¿Nos vamos a la cama?

JUAN.- Adelántate tú. (Elena vase por la salida de la izquierda. Al poco se la oye gritar. Juan acude raudo hacia ella, justo en el momento en que Elena sale corriendo, llorosa, asustada. Se abraza atemorizada a Elena). ¿Qué te pasa, cariño? ¿Qué has visto?

ELENA.- ¡Dios Santo! ¡Ha sido horrible! ¡Un ser extraño!

JUAN.- ¿No será que te has visto reflejada en un espejo?

ELENA.- ¡No! ¡Y sé muy bien lo que he visto!

JUAN.- Cuéntamelo…

ELENA.- ¡No sé si podré!

JUAN.- Inténtalo; cálmate.

ELENA.- De acuerdo… Era pequeño, muy redondo, negro con el pelo blanco, el vientre también lo tenía blanco, un vientre que le llegaba desde la cintura a las rodillas. Uno de sus brazos era el doble de largo que el otro, y acababa no en dedos, sino en plumas. Y no tiene pies, sino cascos de caballo o algo así. ¡Dios, qué gran susto he pasado!

JUAN.- Elena… ¡Te he dicho más de mil veces que dejes de leer a Edgar Alan Poe!

ELENA.- ¡Te juro que es real!

JUAN.- (Con ademanes de ir a la salida siniestra). ¡En fin! Vayamos a ver…

ELENA.- (Reteniéndole). ¡Qué haces, loco! (Vase Juan).

JUAN.- (Al poco de irse. Muy enojado. En off). Pero, ¿qué diantres hace usted aquí? ¡Venga! ¡Vamos! ¡A su casa! ¡Y no me chiste! ¡Fuera! ¡Fuera! (Elena corre a esconderse tras el sofá, asustada. Al poco aparece Juan). Elena, ¿éste es tu monstruo? (Lleva consigo, sujeto del brazo, a una mujer rellenita vestida de criada a la antigua usanza- traje negro, cofia y delantal blancos, plumero en ristre).

CRIADA.- ¡Usted sí que es feo!

ELENA.- (Contrariada, saliendo de su escondite). ¿Augusta? Pero, ¿qué hace usted aquí?

CRIADA.- ¡Llevo una vida de perros!

ELENA.- ¿No me diga que usted es pariente de Rintintín?

CRIADA.- ¡Ja! ¡Qué mas quisiera ese chucho ser familia mía!

JUAN.- ¡Venga! ¡A su casa!

CRIADA.- ¡No me amarre! ¡Que esto es acoso!

JUAN.- Tiene toda la razón del mundo. La estoy acosando…

CRIADA, ELENA.- ¿Cómo?

JUAN.-… para que se largue de una puñetera vez. ¡Puerta!

ELENA.- Déjala a la pobre mujer. Si está aquí será por algo.

JUAN.- Sí. Para que no podamos pegar ojo. ¿No has leído a la Christie esa? ¡El mayordomo es siempre el asesino!

CRIADA.- Créame. Si hubiera querido matarles, hace tiempo que lo hubiera hecho.

ELENA.- Bueno, pero, ¿qué hace aquí?

CRIADA.- Me han echado.

ELENA, JUAN.- ¿De dónde?

CRIADA.- ¡Por la ventana! ¿No te digo? ¡Pues de dónde va a ser! Pues de mi casa, por supuesto.

ELENA.- ¿Y por qué?

CRIADA.- Por falta de pago.

JUAN.- (Echando mano de su billetera). Cuanto es esta vez…

CRIADA.- (Sin darle importancia. Centrándose en el billetero de Juan). Nada… Unos veinte mil… (Elena y Juan la miran atónitos. Juan guarda al momento su billetera).

JUAN.- ¿Pero usted dónde se aloja? ¿En el Ritz?

CRIADA.- ¿Qué quiere? Para la miseria que me pagan apenas me llega siquiera para la compra del día…

JUAN.- Pues si comiera menos…

CRIADA.- (Con sarcasmo). ¡Ja, ja, ja! ¡Qué gracioso es el señorito!

ELENA.- No creo que pase nada si se queda un par de días con nosotros…

JUAN.- ¡Elena!

ELENA.- Tu hermano no vendrá hasta pasado mañana, ¿no? Pues nos da el tiempo suficiente para que ese mismo día, bien temprano, ella recoja sus bártulos, tome la puerta y preparemos la casa para cuando llegue.

JUAN.- ¿Y tú crees que nos dará tiempo? Mira que mi hermano no avisa…

ELENA.- ¿Pero no te acaba de llamar?

JUAN.- Bueno, miento. Avisa para que prepares la casa, pero no avisa al llegar. Imagínate cómo es, que un día me llamó diciendo que iba a verme y fue colgar y llamar él ya a la puerta.

ELENA.- (A la criada, forzándola a irse). Ya has oído a mi marido. No hay sitio para ti. Así que, venga, puerta y a la calle.

CRIADA.- (Resistiéndose). Pero señora, déjeme estar dos días más. Les juro que no les molestaré. Ni sabrán que estoy aquí…

JUAN.- (Para sí). Eso va a ser un poco difícil…

CRIADA.- Tan sólo denme esos dos días.

ELENA.- No sé…

CRIADA.- Por favor…

ELENA.- (Mirando a Juan). ¿Qué hago? (Juan se levanta de hombros, como diciendo: “a mi no me metas”. A la Criada). De acuerdo. Pero sólo dos días…

CRIADA.- ¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡No se arrepentirán!

JUAN.- (Para sí). Yo ya lo estoy haciendo ahora…

ELENA.- Y ya sabes, a los dos días, puerta.

CRIADA.- Y para celebrarlo ahora mismo me voy a comprar comida como para todo un batallón.

JUAN.- ¿A la una de la madrugada? ¡Si todo está cerrado!

CRIADA.- No para mí. Más les vale a los tenderos tenerme siempre los puestos abiertos si saben lo que les conviene. ¡Vamos! ¡Soy capaz de cualquier cosa que ríase usted del sitio de Verdún! (Vase la Criada por la puerta principal).

JUAN.- (Cuando la Criada es ida). Esta mujer es una catástrofe. Peor incluso que lo de Nueva York.

ELENA.- ¿De qué te quejas? Si es muy simpática…

JUAN.- Hasta que nos dé la puñalada trapera… En todos los sentidos.

ELENA.- Eres muy pesimista.

JUAN.- No. Sólo soy realista. ¿Sabes por qué desaparecieron los dinosaurios? Porque esta mujer les perseguía a todas horas para bañarles, y prefirieron meterse en los pozos esos negros para no seguir más con ella… ¿Y la caza de brujas de Salem? Ella lo empezó porque un día se la oyó decir “esa mujer es una bruja”, o “parece magia”, y ahí se lió la gorda. ¿O lo de la Atlántida?

ELENA.- Parece que no te cae muy bien…

JUAN.- ¿Tanto se me nota?

ELENA.- ¿Sabes qué te digo? Que voy a ir sacando la cama para tu hermano.

JUAN.- ¿Ahora? ¿No es un poco… pronto?

ELENA.- Ya sabes que si al final lo vamos dejando, lo vamos dejando y terminamos con prisas y mal.

JUAN.- Tienes razón. Te ayudo. (Vanse por la salida derecha. Al poco entran, en cuclillas, un reducido grupo integrado por tres hombres, vestidos los tres de negro. Por orden de entrada son Al, Diego y Edmundo).

DIEGO.- (A Al, susurrando). ¿De verdad que está aquí?

AL.- (A Diego, susurrando). ¡Pues claro! Llevo varios meses vigilando la casa.

DIEGO.- ¿Y si al final resulta que no es aquí? ¿Y si te has confundido?

AL.- Eso no me lo repites en la calle. ¿Yo, confundirme?

DIEGO.- Te recuerdo que una vez, por un pequeño, pequeñísimo despiste tuyo, casi acabamos en la cárcel.

AL.- ¡Ya os he dicho más de mil veces que desde pequeño siempre tuve problemas en diferenciar la derecha con la izquierda!

EDMUNDO.- (Quien desde su entrada ha ido oteando muy concienzudamente la escena). ¡Chsst!

DIEGO.- Quizá si hubieras acabado tus estudios…

AL.- ¡Mira quién fue a hablar!

DIEGO.- Oye, que yo al menos llegué al último curso. No como otros…

AL.- ¿Me estás amenazando? (Mira tras sí y vuelve a Diego). ¿Me estás amenazando?

EDMUNDO.- ¡Chsst!

DIEGO.- Sólo digo que, aunque yo tampoco acabé los estudios, al menos llegué hasta el último curso.

AL.- ¡Ah, claro! ¿Y eso es prueba de que sabes más que yo?

DIEGO.- Sí.

AL.- Pues te digo una cosa. Que… (Con la palabra en la boca. Comienza a pensar en lo último dicho. Aparte). Pues al final va a tener razón…

DIEGO.- Pues claro. Soy más listo que tú, y siempre llevo la razón.

AL.- Bueno, de acuerdo, pero aquí, ¿quién es el jefe?

DIEGO.- Tú.

AL.- Pues entonces.

EDMUNDO.- ¡Chsst!

AL.- (Con cierto enfado a Edmundo). ¡Chsst! ¡Chsst! ¡Chsst! ¿Y a ti qué es lo que te pasa? ¿Tienes complejo de platillos o qué?

EDMUNDO.- Al final nos van a coger…

AL.- Si dejarás de chistar… ¡Y relájate, hombre!

EDMUNDO.- ¡Si estoy muy relajado!

DIEGO.- Pues tienes el pulso como para robar sonajeros. (Al, de repente, se pone en alerta).

AL.- ¡Escondámonos!

DIEGO.- ¿Por qué?

AL.- Parece que viene alguien…

EDMUNDO.- Si ya lo he dicho yo…

AL.- Tú cállate y escóndete. (Vanse los tres por la salida izquierda. Al poco entra Juan, con cierto malhumor. Viste un pijama a rayas).

JUAN.- (Como para sí, dirigiéndose a la barra de la cocina). O sea, no comió nada en el cabaret y ahora le entra hambre. Lógico. Pero mira que pedirme la mantequilla… No sé para qué la querrá… Ya la noté un poco rarita cuando bailamos el tango. Y no quiere pan, ni galletas, ni nada. ¿Qué va a hacer entonces? ¿Comérsela a palo seco? (Póngase tras la barra y agáchese, como buscando algo). Creo que estaba por aquí… Esta mujer, con la manía que tiene de cambiar siempre las cosas de sitio… ¿A ver si al final nos pasa como le pasó a mi abuelo, que alquiló un cuarto de su casa? Le llegó un alemán que le empezó a cambiar las cosas de sitio… ¿Cómo se llamaba…? ¡Ah, sí! Alzheimer. Pero, bueno, ¿y la manteq…? ¿Eh? ¿Y esto qué es? (Levántese, tarro en mano. Mírelo y lea la etiqueta). “Mermelada natural de fresas”. ¡¿Consumir antes de 1899?! (Déjela con rapidez en la barra y retírese un par de pasos. Gesticula con repugnancia). Creo que ya está caducada esa mer… me… la… da… (La lata comienza a moverse lentamente. En ese preciso momento, Juan silabiza la última palabra, y mira asombrado la lata). ¿Desde cuándo las fresas caminan? (La lata hace mutis). Esperemos que la mantequilla sea más… joven. (Vuelva a agacharse a por la mantequilla. Cuando está oculto, comienzan a entrar, lentamente, Al, Diego y Edmundo, quienes, pistolas en mano, avanzan hasta delante del mostrador, esperando a que Juan se levante). Veamos… Queso…, plátanos…, jamón…, champán… ¡Ah! Aquí está. Al fin apareció. (Levántese, tarro en mano. En ese momento, los tres le apuntan con las pistolas. Les ve, se asusta un poco). ¿Y ustedes quiénes son?

AL.- Los que te vamos a llenar de plomo el cuerpo si no colaboras.

JUAN.- ¡Ah! Ustedes son amigos del doctor, ¿no?

AL.- En cierto modo, sí.

JUAN.- Pues se han equivocado. El doctor no vive aquí…

DIEGO.- (A Al). ¿Lo ves? Te lo dije.

AL.- (A Diego). Átale.

DIEGO.- ¿Y con qué? ¿Con los cordones de los zapatos? (Al le rasga la chaqueta, separándole una manga).

AL.- (Entregándole la manga). ¿Contento? (Diego toma a Juan del brazo y se lo lleva el sofá, atándole las manos con la manga).

JUAN.- (En el sofá, maniatado). Si esto es una broma del doctor, no le veo la gracia. (Al momento aparece Elena, en camisón de seda).

ELENA.- (Entrando). Cariño, ¿lo encuentras o no? (Ve la escena. Se le queda mirando a todos. Al momento se da la vuelta). Creo que estoy soñando.

AL.- (A Diego). Diego. Átala. (Diego corre a por Elena y la toma del brazo).

DIEGO.- ¿Y a ésta con qué la ato?

AL.- (Desgarrándole la otra manga de la chaqueta). Con la otra. (Tomando la manga y atando con ella las manos de Elena y dejándola en el sofá, junto a Juan).

ELENA.- (A Juan). ¿Y estos quiénes son?

JUAN.- (A Elena). Sospecho que unos secuestradores que no sé qué querrán de nosotros…

AL.- (A ambos). Muy bien. ¿Y el doctor?

ELENA.- (A Juan). Ahí tienes la respuesta.

JUAN.- (A Al). Pues, la verdad, no lo sé. Con lo que es ese hombre, estará perdido por la ciudad.

ELENA.- (Para sí).  Ese hombre lleva perdido toda su vida…

AL.- Pues ya sabéis lo que dicen.

EDMUNDO.- ¿Y qué dicen?

AL.- Que si Mahoma no va a la montaña… (Quédese en silencio, para que el resto acabe el refrán. El resto queda bastante tiempo meditando la respuesta).

DIEGO.- ¿Cuchillo de palo?

EDMUNDO.- ¿Buena sombra le cobija?

JUAN.- ¿Puente de plata?

AL.- ¡No! Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma.

TODOS (Excepto Al).- Ah…

EDMUNDO.- ¿Y eso qué quiere decir?

AL.- Que si nosotros no vamos a por el doctor, será él quien vendrá a nosotros.

DIEGO.- ¿Y cómo lo haremos?

AL.- (Con ironía y sarcasmo). ¿No eres tú el que más cerca estuvo de acabar el colegio? Pues piensa algo, listo.

DIEGO.- Oye, no me vengas con esas.

ELENA.- ¿Y por qué no le llaman por teléfono? (Juan la da un codazo en las costillas para que se calle. Al, Diego y Edmundo la miran).

AL.- ¡Cierto! ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes?

DIEGO.- ¿De veras quieres que te conteste?

AL.- ¿Dónde hay un teléfono?

ELENA.- Allí, en la barra. (Nuevo codazo de Juan. Al va hasta la barra, toma el auricular y se prepara para marcar, pero se detiene). Cuatro, cero, cinco, uno, cincuenta, ocho.

JUAN.- (A Elena). ¡Pero quieres hacer el favor de callarte de una vez!

AL.- (Tras marcar, espera a que contesten). ¿Doctor? Disculpe que le llame a estas horas… ¿Que estaba despierto? Ah… ¿Y qué es lo que hacía?...  Ah… Lo de antes… Perdone, pero, ¿qué era eso?... No, lo siento, pero no me acuerdo… Ah… Ajá… ¡Mmm! Bueno, ¿podría venir un momento? Creo que tengo algo que podría interesarle… ¿Que si podría dejarlo para mañana? Lo siento, pero no. Sí, es muy importante… Gracias… Hasta dentro de un rato… (Cuelga y regresa junto a sus compañeros).

JUAN.- (A Elena). No te podías estar callada, no.

AL.- En unos minutos volverá… (Llaman a la puerta. Al obliga a Juan y a Elena a contestar).

ELENA.- (A quien llama). ¿Quién es?

LUISA.- (En off). Elena. Ábreme. Soy yo, Luisa.

AL.- ¿Quién es Luisa?

JUAN.- Nadie. No es nadie. (A Luisa). Vuelve mañana. (Al le tapa la boca).

ELENA.- ¡Pasa! ¡Pasa, querida! ¡Está abierto! (Luisa entra, disco en mano).

JUAN.- (A Elena). Pero, ¿te has vuelto loca o qué?

LUISA.- (Entrando). Tan sólo venía a devolverte tu disco, porque me he dado cuenta de que no tengo… (Viendo la escena)… tocadiscos… Veo que estáis ocupados, así que volveré luego… (Preparándose para irse).

AL.- (A Diego). Diego. Átala.

DIEGO.- (Reteniendo a Luisa). ¿Y a ésta con qué la ato? (Al le desgarra la manga de la camisa que lleva debajo. Diego ata las manos de Luisa con la manga y la sienta junto a la pareja en el sofá. Cuando la deja, se reúne con Al y Edmundo a un aparte).

LUISA.- (A la pareja). ¿Qué pasa aquí?

JUAN.- Un secuestro, hija. Un secuestro.

LUISA.- ¿Un secuestro? ¡Qué bien!

JUAN.- ¿Y a ti qué te pasa?

EDMUNDO.- (A Diego y Al). Esto se nos está yendo de las manos…

LUISA.- ¡Qué excitante!

AL.- Tranquilos. Lo tengo todo controlado.

LUISA.- Una amiga mía se fue un día a Estocolmo y la secuestraron. ¡Se lo pasó más bien…!

JUAN.- La verdad es que te mueves en unos círculos…

DIEGO.- Esperemos que no venga más gente, porque si no me veo en calzoncillos…

ELENA.- ¿Y Eduardo?

JUAN.- ¿No habrás venido con él, verdad? (Llaman de nuevo a la puerta. Para sí, algo desesperanzado). Pues sí.

EDUARDO.- (En off). Luisa, querida. Se hace tarde.

AL.- (A los del sofá). ¿Y ese quién es?

LUISA.- Mi marido. (A Eduardo). ¡Pasa, querido! ¡Que hay un secuestro!

EDUARDO.- (Entrando). ¿Pero qué tonterías hablas? (Viendo la escena).

AL.- (A Diego). Diego…

DIEGO.- Que lo ate, ¿no?

AL.- Sí. (Diego se desgarra la otra manga, ata con ella las manos de Eduardo y le sienta en el sofá).

EDUARDO.- (A Luisa, mientras le atan). Si esto lo entiendes por una noche romántica…

AL.- ¡A callar! Que me empieza a doler la cabeza…

ELENA.- Hay una aspirina en el baño…

JUAN.- ¿Pero es que tú no te callas nunca o qué?

ELENA.- (A Juan). Tan sólo pretendía ser hospitalaria…

JUAN.- Hospitalaria serás más que nunca con los gusanos si por tu culpa nos matan a todos.

EDUARDO.- ¿Pero alguien me quiere explicar qué demonios ocurre aquí?

JUAN.- Resumiendo: estos tres han venido a secuestrar a un científico vecino nuestro no sé para qué.

LUISA.- ¿No es emocionante? ¡Ojalá tuviera aquí mi cámara de fotos!

JUAN.- (A Eduardo). Eduardo, entre tú y yo, tu mujer está como una regadera. (Vuelven a llamar a la puerta).

ELENA.- ¿Quién es?

AL.- (A Diego y Edmundo). Veamos si a la tercera va la vencida…

ELENA.- ¿Quién es? (No contestan).

JUAN.- ¿No contestan?

EDUARDO.- Será algún chaval que llama y se va luego. (Vuelven a llamar).

ELENA.- ¡Pase!

JUAN.- ¡Cállate ya, por Dios!

ALFREDO.- (Entrando de sopetón, con fuerza, alegría y portando dos maletas. Viste ropa de pueblo de la época. Con los brazos abiertos). ¡Hola, querido hermano!

JUAN.- ¡Alfredo!

ALFREDO.- ¡Juan! ¡Elena!

ELENA.- ¿Alfredo?

JUAN.- ¡Elena…!

TERESA.- (Entrando tras Alfredo. Viste un vestido largo de colores claros. Lleva igualmente dos maletas. Con timidez). ¿Alfredo?

ALFREDO.- (Mostrando a Teresa). Teresa.

JUAN, ELENA.- ¿Teresa?

LUISA, EDUARDO.- ¿Alfredo? ¿Teresa?

JUAN.- Eduardo.

ELENA.- Luisa.

TERESA, ALFREDO.- ¿Eduardo? ¿Luisa?

AL.- (Señalando según va nombrando). Al, Diego, Edmundo. Y echas las presentaciones…

DIEGO.- No sigas. (Y se desgarra la camisa, con la que ata las manos a Alfredo).  ¿Y a ésta? (Al le mira las piernas. Diego se mira). ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡Por ahí sí que no paso!

AL.- Vamos…

DIEGO.- ¿Y por qué no os quitáis las mangas vosotros?

AL.- Las mías ni olerlas, que son de diseño y muy caras.

EDMUNDO.- A mí no me mires. Fuiste tú el que discutiste con él.

AL.- Al…

EDMUNDO.- Al. Él. Al. Al. Él. ¡Cómo sea!

AL.- Venga, Diego. Que luego no se diga. (Diego, a regañadientes, se arranca una de las perneras del pantalón, con la que ata las manos a Teresa, sentándola en el sofá).

ALFREDO.- (Mientras le atan las manos y le sientan en el sofá. Teresa va tras él. A Juan). Hermano, ¡qué recibimiento!

JUAN.- ¿No te lo esperabas?

ALFREDO.- Pues no.

JUAN.- (Para sí). Yo tampoco…

ELENA.- Pero, ¿no veníais pasado mañana?

TERESA.- Es que hemos cogido el Talgo. ¡Hija, qué maravilla! ¡Qué rapidez!

EDMUNDO.- ¡Pero ese doctor viene o no viene! (Llaman a la puerta). No, si antes lo digo…

ELENA.- ¡Pase!

DOCTOR.- (Entrando). ¿Qué me queríais, amigos míos?

AL.- ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Es él! ¡Al fin llegó!

DOCTOR.- ¡Una fiesta sorpresa! ¡Para mí! No sé cómo agradecéroslo, chicos. Me alegro tanto…

AL.- Diego…

DIEGO.- Pero éste es el último. El próximo que lo ate tu tía. (Desgárrese la otra pernera del pantalón y ate con ella las manos del doctor).

DOCTOR.- (Mientras es maniatado). Estos jóvenes de hoy día… ¡Qué cosas tienen!

AL.- Doctor. Díganos la fórmula o se arrepentirá.

DOCTOR.- Me arrepentiré si os la digo. ¡Habrase visto…!

AL.- ¡Doctor! No me caliente…

DOCTOR.- ¡Pues claro!

DIEGO.- ¡Te cedo el puesto!

DOCTOR.- ¡Eso es!

EDMUNDO.- ¿De qué está hablando?

DOCTOR.- ¡Hay que calentarlo a doscientos grados! ¡No a cien!

AL.- Doctor, o me habla en cristiano o…

DOCTOR.- A doscientos grados se funde el magnesio, y como lo estaba haciendo a cien, pues no se derretía del todo y se mezclaba muy mal. ¡A doscientos sí que se deshace del todo y se mezcla mucho mejor!

JUAN.- No le hagan caso. Está muy chocho y delira…

AL.- Díganos la fórmula o eso de los doscientos grados será lo último que dirá…

DOCTOR.- ¿La fórmula? ¿Qué fórmula? ¡Ah, la fórmula! ¿Y para qué quieren ustedes mi fórmula?

DIEGO.- Dígasela, que me congelo.

AL.- La queremos para enriquecernos a costa del mundo.

DOCTOR.- ¿Mande?

DIEGO.- Dígasela…

EDMUNDO.- Se la venderemos a todos los países que puedan pagarla.

DOCTOR.- ¿Y de cuánto estamos hablando?

TODOS.- ¡Doctor!

DOCTOR.- ¡Bueno, bueno…! No se me pongan así… Ahora mismo se la digo… (Llaman a la puerta).

AL.- ¡Qué oportuno!

ALFREDO.- ¿Quién será?

ELENA.- Ni idea.

AL.- (A Diego). Anda, ve a abrir…

EDUARDO.- Será la madre…

JUAN.- ¿Qué madre?

EDUARDO.- Así seremos ya diez y la madre…

AL.- Así al menos entrarás en calor. (Diego va a abrir la puerta).

LUISA.- ¿Y si es la abuela?

TERESA.- ¡Claro! ¡Éramos pocos y parió la abuela!

CRIADA.- (Entrando). Bueno, señores. Ya traigo la…

JUAN, ELENA.- ¡Augusta!

CRIADA.- (Viendo a Diego de arriba abajo). Creo que me voy a poner las botas esta noche… ¡Dios santo! ¡Qué jeta! ¡Qué lomo! ¡Qué solomillos! ¡Qué pancetas! ¡Qué…!

JUAN.- Augusta. ¿Se puede saber qué hace usted aquí?

CRIADA.- ¿Yo? Pues a que me pongan cuarto y mitad de este. (Señalando a Diego).

AL.- Diego. Átala.

DIEGO.- ¡Que la ate tu padre! ¿No te digo?

AL.- Diego…

DIEGO.- Es que si me quito lo que me queda, me quedo en cueros vivos…

CRIADA.- ¡Con lo bien que me sienta a mi el cuero!

ALFREDO.- ¿Y ésta quién es?

EDUARDO.- La criada.

ALFREDO.- Ah… Ya me parecía a mí…

CRIADA.- (Yendo hacia Diego, quien se aleja de ella a la misma velocidad). Átame. Hazme lo que quieras. Soy toda tuya.

JUAN.- Ya la has oído. Para ti toda, todita.

AL.- Átala.

DIEGO.- De acuerdo… Pero a partir de ahora me tienes que subir el sueldo.

AL.- No te preocupes por eso. Cuando tengamos la fórmula, seremos multimillonarios. (Diego, muy a regañadientes y muy a su pesar, se desgarra lo que le queda del pantalón, quedándose en ropa interior. Con el pantalón ata las manos de la Criada).

CRIADA.- (A Diego, tras atarla las manos. De frente a él. Avanza hacia él, mientras Diego retrocede). Muy bien… ¿Y ahora, qué quieres? Estoy a tu disposición… Puedo hacer todo lo que quieras… Todo…

DIEGO.- Lo primero, aléjate de mí.

CRIADA.- Lo siento, pero eso no va a ser posible… (De repente, se tira encima de Diego, cayendo los dos al suelo. La Criada queda encima de Diego, quien no se la puede quitar de encima. Mientras cae). ¡Ahora! (Tras ese grito, entran en escena, como un vendaval, Julio y Ethel, pistolas en mano).

JULIO.- ¡Alto! ¡Que nadie se mueva! (Al y Edmundo, sorprendidos y perplejos, intentan escabullirse. Edmundo vase por la salida derecha, seguido por Ethel, y Al vase por la salida izquierda, seguido por Julio. Como consecuencia, el Doctor cae al suelo. El resto, en el sofá, se miran perplejos).

TERESA.- ¿Qué pasa?

JUAN.- Ni idea.

LUISA.- ¿Quiénes eran esos? ¿La policía?

ALFREDO.- No entiendo nada.

EDUARDO.- Todo esto es muy raro. (Aparece de nuevo Al, seguido por Julio. En ese momento, el Doctor intentaba ponerse de pie. Al le toma de un brazo y le aúpa, poniéndole delante de sí, a modo de defensa humana. Lléveselo hasta por detrás de la barra).

JULIO.- Suéltale.

AL.- De eso nada. (Se agacha y toma un cuchillo, con el que amenaza el cuello del Doctor).

DOCTOR.- Gracias, pero ya me afeité ayer.

AL.- Un paso más y le corto el cuello.

JULIO.- Suelta el cuchillo.

AL.- Suelta tú la pistola.

ELENA.- Soltadlo a la vez.

TODOS.- ¡Elena! ¡Cállate!

JULIO.- Deja al viejo.

AL.- Que me deje la fórmula.

JULIO.- Sabes que nunca te la va a dar.

AL.- Eso es lo que tú te crees.

LUISA.- (A sus compañeros). O actúa deprisa o el pobre acabará a lo María Antonieta…

EDUARDO.- Oye, ¿ese no es Julio?

JUAN.- ¿De qué hablas?

EDUARDO.- ¡Que sí! ¡Que sí! ¡Es él!

LUISA.- No sabía que fuera policía…

ELENA.- Yo sí.

TODOS (Excepto Elena, Julio, Al y Diego).- ¿Cómo?

JULIO.- ¡Silencio!

AL.- ¿Nervioso?

JULIO.- No.

AL.- Pues yo sí, así que andaos todos con ojo.

JULIO.- Suelta el cuchillo…

AL.- ¡No!

JULIO.- Suéltalo…

AL.- ¡Nunca!

JULIO.- Que lo sueltes…

AL.- ¡Jamás!

TODOS (Excepto Al y Diego).- ¡Suelta el puñetero cuchillo!

AL.- ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Suelto el cuchillo… (Suéltelo). Pero al doctor no.

JULIO.- ¿Por qué?

AL.- Porque no me lo habéis pedido. Tan sólo me habéis dicho que suelte el cuchillo, pero al doctor ni lo habéis mencionado.

JULIO.- Pues ahora te pido que lo sueltes.

AL.- Demasiado tarde. Éste ahora se viene conmigo. (Intenta fugarse, yendo lentamente hasta la puerta principal, con el doctor como coraza humana, pero siempre fijando la vista en Julio. Éste, apuntándole aún con el arma, rota sobre sí mismo, igualmente sin apartar la mirada de él. Cuando Al queda al otro lado, avanzando lentamente hacia atrás hasta la puerta, de repente, y en silencio, aparece Ethel, jarrón en mano, por la salida izquierda, avanzando hasta Al. Cuando queda a su espalda, le da con el jarrón en la cabeza. Por efecto del golpe, Al suelta al Doctor, quien escapa haciéndose a un lado. Julio le toma del brazo para ponerle a salvo. Al queda un momento de pie, con mirada ida, y cae pesadamente, justamente encima de la Criada y de Diego).

ELENA.- ¡Mi jarrón!

TODOS (Excepto Elena, Ethel, Doctor, Julio, Diego y Al).- ¡Bien! ¡Viva! ¡Hurra! (etc…; cada uno a su manera. Ethel acude junto a su marido).

CRIADA.- ¿Alguien me ayuda? Es que no estoy preparada para hacer un trío…

JULIO.- ¿Estás bien, cariño? ¿Y el otro?

ETHEL.- Le he dejado atado en aquella habitación. No tiene por dónde escapar…

JUAN.- ¿Alguien quiere hacerme el favor de explicarme todo este guirigay?

ELENA.- (Julio y Ethel acuden a desatarles). Yo te lo explico, cariño. Julio y Ethel son espías secretos.

JUAN.- ¡Y tan secretos! No lo sabía ni yo…

ELENA.- Esta noche, en el cabaret, Ethel me lo comentó, sabiendo que entre amigas no hay secretos entre ellas. Y me dijeron que podría pasar que esta noche secuestrasen a nuestro amigo el Doctor…

JULIO.- (Interrumpiéndola y, a la vez, siguiendo la explicación)… Así que uno de esos días en que nos invitabais a vuestra casa, decidimos pinchar vuestro teléfono, de forma que sabíamos a quiénes llamáis y quiénes os llaman.

JUAN.- Por eso le diste el número de teléfono al tipo este…

ELENA.- Por eso… Y cuando después de ello, empezaron a llamar a la puerta, yo les cedía el paso para que entraran pensando…

JUAN.- (Interrumpiéndola y siguiendo la explicación)… Pensando que eran Julio y Ethel… Si es que esos son sus verdaderos nombres…

JULIO.- Sí, pero el apellido no es Smith, sino Bergrosen. Volviendo a la explicación, cuando íbamos a subir, nos encontramos con ella (señalando a la Criada, quien es aupada del suelo y desatada) y se lo explicamos.

CRIADA.- Al entrar en el portal, me pidieron que me alejara, pero les dije que yo vivía aquí, les dije el número de la puerta y del piso y me miraron un poco raros. Entonces caí en la cuenta de que yo a ellos les conocía por verles venir varias veces a la casa, con lo que…

ETHEL.- (Interrumpiéndola y siguiendo la explicación)… Con lo que la dijimos la verdad. Ella aceptó en colaborar en todo, pero le dijimos que era demasiado peligroso. Pero debido a su insistencia, la dejamos que nos ayudara.

JULIO.- Y el resto tú ya lo conoces. Y como ahora todos vosotros sabéis la verdad, os tenemos que matar. (Les apunta con la pistola).

TODOS (Excepto Ethel, Julio, Al y Diego).- ¡¡¡¿¿¿QUÉ???!!!

JULIO.- (Riendo y bajando el arma). Que no… Es una broma…

LUISA.- La típica del espía.

JULIO.- (Poniéndose serio de repente). Tenéis veinticuatro horas para abandonar el país.

JUAN.- Es otra broma, ¿no? (Julio sigue serio). ¿Hablas en serio? ¿De veras tenemos que abandonar el país?

JULIO.- (Volviendo a reír).  Es otra broma…

EDUARDO.- Pues como nos has mentido siempre, no sé en qué creer…

JUAN.- ¿Y cómo es que no me lo contaste antes?

JULIO.- Temía que te fueras de la lengua…

JUAN.- ¡O sea! ¡Que se lo contáis a mi mujer, que es patrona de los loros, cacatúas, cotorras y demás aves parlantes, y a mí no! Pues anda que… ¡Cómo se nota que te gusta el peligro!

ALFREDO.- (A Juan). Bueno, querido hermano… Creo que Teresa y yo nos vamos… Me parece que os hemos pillado en un mal momento… Ya vendremos si eso otro día… (Toman sus maletas y vanse por la puerta, corriendo).

LUISA.- (A Elena). Yo tan sólo venía a devolverte el disco, así que aquí te le dejo… (Vase por la puerta, corriendo).

EDUARDO.- Juan, ya quedaremos otro día… (Vase tras su mujer).

DOCTOR.- Yo, si no les importa, seguiré con mis investigaciones… (Vase por la puerta).

CRIADA.- Yo ya no les molesto más… Me voy a buscar un nuevo piso… Y un nuevo señor a quien servir… (A Diego). Si éste al final se deja domar por quien yo me sé…

DIEGO.- ¿De qué me habla?

CRIADA.- (A Julio). ¿Me lo puedo quedar?

JULIO.- Lo siento, pero quedará una larga temporada a la sombra…

CRIADA.- ¡Da igual! Le visitaré todos los días.

DIEGO.- ¡No! ¡Eso sí que no! ¡Por favor, ejecútenme ya! ¡Se lo suplico! (Ethel aupa a Diego y a Al, quien queda un poco atontado, y, ayudada por la Criada, se los lleva. Los cuatro vanse por la puerta).

JULIO.- Pues yo también me voy… No os molesto más. Creo que ha sido una noche muy movidita incluso para mí, así que os dejo que descanséis. Lo malo es que ya nunca más me volveréis a ver… Adiós. (Vase).

JUAN.- (Cuando todos son idos). ¡Qué escena más surrealista!

ELENA.- No sé tú, pero yo me voy a la cama. Se ha hecho muy tarde.

JUAN.- Tienes razón… (Telón. Pero al poco de bajarse, se oye llamar a la puerta con insistencia y desesperanza. El telón se alza y aparecen a escena, de nuevo, Juan y Elena. Juan acude a abrir). ¡Ya va! ¡Ya va! (Abre. Entra Ethel, con respiración muy agitada, nerviosa y las ropas algo destrozadas).

ELENA.- (Corriendo a socorrerla). ¡Ethel!

ETHEL.- (Cayendo al suelo, socorrida por la pareja). Tenéis… tenéis que ayudarme…

JUAN.- ¿Qué pasa, Ethel? ¿Qué tienes?

ETHEL.- Es… es Julio.

ELENA.- ¿Qué le pasa a Julio? ¿Dónde está?

ETHEL.- Está en peligro…

JUAN.- Elena, coge el abrigo. Ethel, ¿quieres tomar un vaso de agua?

ETHEL.- (Se levanta ayudada por Juan y Elena). Gra… gracias, pero no hay tiempo.

JUAN.- (Los tres hacen mutis por la puerta y telón). Y dinos, ¿dónde está Julio?

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